Cuentos completos (trad. Julio Gómez de la Serna) by Oscar Wilde

Cuentos completos (trad. Julio Gómez de la Serna) by Oscar Wilde

autor:Oscar Wilde [Wilde, Oscar]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2016-08-31T16:00:00+00:00


El retrato del señor W. H.

El retrato del señor W. H.

1

Había cenado yo con Erskine en su preciosa casita de Birdcage Walk y, después, nos habíamos sentado en su biblioteca, bebiendo nuestro café y fumando cigarrillos, cuando surgió el tema de las supercherías o falsificaciones literarias. No recuerdo ahora cómo fue que topamos con un tema tan singular; pero lo que sé es que tuvimos una larga discusión sobre Macpherson, Ireland y Chatterton[1]. Con respecto a este último, insistí en que sus presuntas falsificaciones eran solo el resultado de su deseo artístico por alcanzar una perfecta semejanza. Afirmé que no teníamos derecho alguno a regatear a un artista las condiciones en que se le ocurra presentar su obra, y que siendo todo arte, hasta cierto punto, una especie de juego, una tentativa para tomar conciencia de su propia personalidad con arreglo a un plan imaginario y fuera del alcance de los accidentes y límites de la vida real, censurar a un artista por una falsificación era confundir un problema ético con un problema estético.

Erskine, que era bastante mayor que yo, y que me había escuchado con la divertida cortesía de un hombre que ha cumplido los cuarenta, apoyó de pronto su mano sobre mi hombro y me dijo:

—¿Qué dirías de un joven que tuviera una extraña teoría sobre cierta obra de arte, que la llegase a creer con firmeza e incurriera en una falsificación para demostrarla así a los demás?

—¡Ah! Esa es una cuestión del todo distinta —contesté.

Erskine permaneció callado unos instantes contemplando las finas volutas de humo gris que ascendían de su cigarrillo.

—Sí —dijo después de una pausa—; eso es del todo distinto.

Había algo en el tono de su voz, un leve tinte de amargura quizá, que excitó mi curiosidad.

—¿Es que has conocido a alguien que obrara así? —le pregunté bruscamente.

—Sí —contestó él, tirando su cigarrillo al fuego—, un íntimo amigo mío, Cyril Graham. Era un muchacho fascinante, aunque ingenuo e insensible. Y, sin embargo, ha sido él quien me ha dejado el único legado que he recibido en mi vida.

—¿Qué legado? —exclamé.

Erskine se levantó, se dirigió hacia un armario alto de taracea, situado entre las ventanas, lo abrió y, volviendo al sitio en que estaba yo sentado, me mostró un cuadro pequeño con un marco viejo y deslucido de la época isabelina.

Era un retrato de cuerpo entero de un joven vestido con un traje de fines del siglo XVI, de pie junto a una mesa, con la mano derecha descansando sobre un libro abierto. Parecía tener unos diecisiete años y era de una belleza realmente extraordinaria, aunque sin duda un poco afeminada. En verdad, si no hubiera sido por el traje y el corte de pelo corto, se habría dicho que aquel rostro, de ojos soñadores y labios tan finos y rojos, era el de una muchacha. Por el estilo y, sobre todo, por la manera en que estaban tratadas las manos, el cuadro recordaba las últimas obras de François Clouet[2]. El jubón de terciopelo negro, adornado con



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